El tiempo tiene la dualidad
de acelerar las arrugas y ralentizar las aptitudes absolutas,
de mirar con los ojos descubiertos
sin la ceguera pasional del quiero ser y no puedo.
El tiempo cambia nuestro ritmo
y transforma nuestros miedos e ilusiones.
Una aceptación profunda,
un cactus creciendo adentro
del que hemos aprendido a acariciar sus espinas
e incluso a amarlas,
porque sin ellas no seríamos como somos.
Alguna vez quise hablar de esa linda flor
cuyo tallo se tronchó allá por esas fechas
en las que se quebró toda nuestra obra.
Hablé, aunque luego su piel se calló
oculta entre líneas de una sola lectura.
Un declive sostenido seguido por un despido.
A la deriva, amanecieron muchas habitaciones sin vistas.
Nunca supe quién fue el que falló,
ni si que el empeño sesgado en escribirse continuado
navegase siempre rumbo a tu buzón
fuese tan sólo un pálpito desaforado.
Tras el primer naufragio,
el horno de vidrio se partió en pedazos,
y la cotorra se quedó sola sin voz.
Más entre los cristales del fracaso,
una ventana le abrió salida al exterior.
Paso a paso los hitos se fueron alcanzando.
La cotorra viaja sola acompañada en el punto de inflexión.